Eloy Narea: Un hombre que nació para pintar

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“Todos los días de mi vida he pintado, nunca he dejado de pintar, ni el parkinson me ha impedido seguir”. Con esta frase del maestro Fidel Eloy Narea Suárez comienza una historia que  resulta ejemplo y admiración para muchas personas que sueñan con alcanzar o están tratando de llegar a su objetivo en la vida.


En el barrio Obrero Independiente funciona desde hace 18 años el taller Cevidec (Cerámica, vitral, decoración) por Narea, un lugar modesto y pequeño, pero grande en calidad humana y artística. Allí se encuentran dos de los cinco hijos, Martha y Rosa. En medio de la realización de algunos vitrales, con un saco de lana, pantalón de tela y unas pantuflas cafés, se encontraba Eloy Narea, quien con un cálido apretón de manos da la bienvenida.

Su historia


Desde pequeño, al maestro Narea le gustaba curiosear el taller de su abuelo materno, quien era escultor, jugaba con lo que encontraba y quería replicar toda cosa que veía, ya sea dibujando, con arcilla, caña o madera. “Pienso que las personas nacen con una tendencia, con una vocación para hacer algo en la vida, yo tal vez fui una de ellas”.

Con el pasar del tiempo y debido a las circunstancias económicas sale de su pueblo Fray Vicente Solano, en la provincia del Cañar hacia Quito, a los 12 años y va a estudiar con los padres salesianos. Allí tiene la suerte de conocer a varios sacerdotes italianos que le ayudaron en el conocimiento de los rudimentos para pintar y dibujar.

Con un poco más de conocimientos se va a trabajar a Guayaquil, allí empezó a hacer retratos, pinturas al óleo. “Siempre fui autodidacta, tenía el deseo de entrar a la escuela de Bellas Artes pero no tenía los medios para hacerlo. Todo lo que hacía era como aficionado”. 

Pero su falta de recursos económicos le hacía pensar en distintas formas para ganar un poco de dinero y comprar libros o manuales sobre arte y pintura, lo que le lleva a madurar su trabajo e ir perfeccionando sus obras. 

Después de vivir tres años en Guayaquil, se va para Riobamba donde conoce a Nelly Romero, su esposa. Una vez que contrae matrimonio, a los 27 años recibe una llamada desde la provincia de El Oro pidiéndole que pintara toda una iglesia. “Yo nunca había hecho un trabajo tan grande pero me fui y durante un año pinté la Iglesia de Malvas, de la parroquia de San Roque. Lo hacía parado a nueve metros de alto y siempre en el tumbado, era muy cansado y doloroso los primeros 15 días”, recuerda Narea.

Ahora la sorpresa para Eloy es que después de 50 años su trabajo siga intacto y se la haya declarado Patrimonio Cultural.

Su paso al vitral


Para el año 61 regresa a Riobamba y como no tenía trabajos mayores de pintura, se dirige a la Empresa Ecuatoriana de Cerámica y le pide al gerente que le permita hacer una investigación sobre el funcionamiento de colores, esmaltes y materiales que utilizaban ahí, a lo cual acepta, pero condicionándole a que no recibiría ningún pago. 

“Fui durante cinco meses todos los días y me puse a investigar. Aprendí cómo se hace el azulejo y varias cosas más. De esta investigación resultaron mis dos primeros murales que están en Riobamba (fachada Iglesia de San Francisco y en el Parque La Loma de Quito), eso fue la admiración de toda la gente, decían que nunca antes se ha hecho ese tipo de trabajo en esa empresa, entonces empecé a tener obras de todas partes”.

Y una vez que Eloy abre su corazón a estos recuerdos imborrables, sus hijas empiezan a mostrar varias fotografías que dan fe de todo el trabajo de su padre. Con gran orgullo y alegría Rosa manifiesta que son más de 50 años de experiencia y que son felices trabajando junto a él y que esperan que su labor sea reconocida.

La enfermedad


“Yo no puedo dejar de pintar, primero porque es mi pasión, pero también por mi enfermedad. Siempre tengo que estar haciendo algo porque ahora mi cerebro no funciona correctamente por el parkinson. 

Cuando voy a casa no voy a dormir, tengo que hacer algo, tengo mucha intranquilidad dentro de mi cuerpo, estoy temblando continuamente. Tengo 86 años, estoy cerca de morir, desde hace unos cinco años yo pienso que voy a morir, pero sigo viviendo”, expresa Narea.

Y al ver sus ojos claros, su cabello blanco, sus arrugas, sus manos trabajadoras y su deseo constante por pintar no denotarían ninguna enfermedad, pero como él mismo dice: “Mi cuerpo podrá temblar mucho más, pero buscaré la forma de pintar”.

Y este deseo se manifiesta incluso en una anécdota que cuenta su hija Martha, cuando un día su padre se rodó por las gradas, se rompió el hombro y la muñeca y no le pudieron operar, pero mientras se recuperaba aprendió a pintar con la mano izquierda y lo hacía igual. 

“Es hasta ahora una persona que tiene una tenacidad increíble para todo lo que hace en la vida, él desde niño tuvo que hacer mucho esfuerzo para mantenerse y para mantenernos, porque del arte no es que se pueda vivir mucho”, expresó Rosa.

Al final de la conversación, a Eloy se le sentía un poco intranquilo, y claro, le hacía falta hablar de la mujer que siempre le acompañó, su esposa. “Cuando me casé no tenía nada y le prometí a mi esposa comprarle una casita blanca y esta promesa no llegaba, hasta que un día reuní dinero y le compré su casa que costó 27 millones de sucres”.

Y ya totalmente quebrantado Eloy expresa que “ya han pasado nueve años que ella se fue y yo todavía estoy aquí”, un pensamiento que seguramente pide a gritos encontrarse con su amada.

Uno de sus últimos vitrales es el de Juan Pablo II que se exhibe en la Iglesia de Monjas, Jardín del Valle, que será inaugurado el 02 de mayo.

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